Ni molida ni con mayo, ningún truco sirvió
Siempre he sido mañosa para comer, algunas comidas
simplemente no me gustan por el sabor, otras por el olor o por como lucen. Pero
hay una que no me gusta simplemente porque, para mí, concentra todo lo
señalado, transformándose en el plato que por años me ha hecho sufrir a la hora
de almuerzo, la popular “carbonada”.
En esta historia no hay un trauma o un “antes y después” que
me haga odiar el plato. Desde siempre la carbonada ha sido lo peor que me puede
pasar a la hora de almorzar, sin embargo, siempre traté de amigarme con la
receta y buscar trucos que la hicieran más amena.
Mi mamá ha sido siempre una mujer que le da importancia a la
comida. Desde que tengo memoria, la hora de almuerzo es sagrada en mi casa, me
atrevería a decir incluso que es mucho más
importante que el desayuno, entonces negarse resulta un verdadero pecado.
Cuando era más chica, hablo de 14 años atrás, mis shows a la hora de comer eran notables.
Mi mamá me tenía paciencia, tanta que ignoraba mis llantos y rabietas,
soportando todo ese espectáculo hasta que terminara de comer todo lo que había
en mi plato. Insisto, negarse de comer es pecado.
Siempre he sido alguien muy transparente con mis emociones,
entonces no es muy difícil reconocer si algo me gusta o no, porque yo lo hago
saber muy pronto. Por eso, en el furgón escolar, que es el medio que mi mamá
ocupaba para que volviera a casa, eran conocidas mis mañas. Debo admitir, sin
ninguna vergüenza, que era la típica niña que no se callaba nunca.
Llegaba a mi casa y comenzaba el show. Todo partía con un
“mamá tú no me quieres”, porque claro, en mi mente pensaba que si ella me
quisiera no me haría sufrir comiendo algo que no me gusta. Mi mamá me
pedía que por favor me sentara a la mesa, que el tiempo era poco antes de que
tuviera que volver a clases, pero no había caso. Perdíamos como cinco minutos
en discusiones, donde mis argumentos eran absurdos.
Cuando por fin me sentaba, le daba vueltas y vueltas a
la comida con la cuchara, observando las verduras y poniendo caras de “que
asco”. Mi mamá solo perdía un poco la paciencia al ver todo el show que hacia para comer una cucharada,
entonces me amenazaba diciendo que si no me comía todo, no iba a salir a jugar
el fin de semana con mis amigas del
pasaje o, en realidad, ocupaba una amenaza según el contexto del año en que
estuviéramos, pero siempre era con temas relacionados a jugar con mis amigas.
Como salir a jugar a la calle para mí era sagrado, comenzaba
a comer, pero lo hacía llorando. Mi mamá nunca ha sido la del “come una
cucharadita más y no comas más”, así que
tenía que comerme prácticamente todo el plato. En esos almuerzos no existía la conversación,
porque era solo yo haciendo un monólogo de lo enojada que me sentía, de lo
mucho que odiaba las arvejas, la carne, la zanahoria, el zapallo y el poroto
verde. Sobre todo las arvejas, esas “pelotitas verdes”, como les decía en esos
entonces, nunca me han gustado y siempre que las veo en algún plato provocan
que yo no quiera comer.
Cuando terminaba de comer, me seguía sintiendo enojada, pero
aliviada, esperando que la semana pasara más
lenta para no volver a comerla.
Ya en la media, en plena adolescencia, obligadamente, seguía
comiendo carbonada. La diferencia es que ya no volvía a la casa a comer, para
esos entonces comencé a almorzar en el colegio. Una vecina le llevaba el
almuerzo a mi amiga y de paso a mí, entonces solo había que calentar todo en el microondas.
Recuerdo que una vez en mi bolso de comida venía una mayonesa
junto al pote de carbonada. Yo, como siempre, odié la comida, pero como volver
con el pocillo lleno también era pecado y tenía tanta hambre, no se me ocurrió
nada mejor que echarle la mayo.
Y así fue. Cada vez que tenía que comer carbonada le echaba
mayonesa. Ahora lo pienso y me parece de lo más asqueroso, pero en esos
entonces era realmente una salvación que apaciguaba la feroz hambre de una
adolescente. Mis amigas repudiaban la mezcla y
yo igual un poco, pero insisto en que esa resultó ser la única forma de
poder comerla. Con esto no quiero decir que pasé de odiarla a amarla, no, eso
nunca pasó y nunca pasará.
Cuando iba recién en cuarto medio dejé de generar esa mezcla
y, como era más grande, le pedía directamente a mi mamá que por favor cuando
hiciera carbonada mejor me enviara plata para comprarme un pan. Muchas veces no
lo hizo y terminé enojada almorzando con mis amigas en el patio del colegio,
sin embargo, otras se compadeció de mí y cumplió con mis peticiones.
Todo cambió drásticamente cuando entré a la universidad. Ahí
fue cuando definitivamente dejé de comerla, es más, llevo más de dos años sin
comer un plato de carbonada, cada vez que mi mamá hace, prefiero comer otra
cosa afuera.
Mi mamá siempre me dice que ella pensaba que solo sería una maña pasajera, como pasó con
las lentejas, la acelga o la coliflor, pero no. Nunca me ha gustado como sabe
toda la mezcla de verduras con carne transformadas en sopa, tampoco me ha
gustado su olor cuando me tenía que sentar en la mesa frente al plato, mucho
menos goce me provocaba verla, es más, eso causó que me disgustara aún más.
Ninguno de los trucos sirvió. Nunca pude sentarme a comer con
gusto una carbonada y siento que entre más me obligaban, mi odio crecía más y
más.
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