Mi tía Chepita y sus casas navideñas de jengibre


Por: Juan Cristóbal Arredondo.





Abro las puertas de mi casa, por primera vez, a desconocidos. Sean amables y considerados, siéntanse afortunados. ¿Será acaso el espíritu navideño que me invade y que me conduce a hacer cuestiones que no haría bajo ningún otro contexto? Jo, jo, jo, sí, debe ser eso… las bondades de la navidad.

Desde que nací, recuerdo haber formado parte de la tradición, inmutable, de construir casitas de jengibre para las navidades. Casitas de jengibre, con base de galletas y con entretenidos motivos navideños. Mi tía Chepita llevaba la batuta. Nosotros, el resto, la seguíamos.

Mi tía Chepita tiene cincuenta y cinco años y es soltera. Nunca tuvo hijos, pero nos tuvo a nosotros; sus sobrinos. Siempre le gustó la cocina y en cada cumpleaños aportaba siempre con sus tortas deliciosas o inventos mágicos. La tía Chepita tiene magia, decíamos nosotros, cuando éramos más chicos. Y vaya que teníamos razón. Ahora, casi veinte años después de mi primer recuerdo de la tía Chepita construyendo sus casitas navideñas de jengibre, soy capaz de darme cuenta, incluso a pesar de la proximidad de la visión: la tía Chepita tiene magia.

La reunión, esta vez, es en mi casa. O, más bien, en la casa de mis papás. A eso de las cinco y media llega la tía Chepita y cinco de mis primos; Beatriz, Colomba, Bruno, Emilio y Diego. Yo los espero con mi hermano, que, por primera vez, formará parte de la tertulia.

Mira, qué bonita tienen la casa, dice mi tía Chepita, que lleva una bolsa en su mano derecha y el delantal en la otra. Mis primos también vienen cargados. Todos coinciden en que les gusta la decoración navideña de la casa, aunque yo sé que podría tratarse nada más que de un cinismo necesario.

Luego de reírnos un rato con las historias del Diego, nos pusimos a trabajar. En realidad, nos pusimos a ayudar a la tía Chepita en lo que fuera necesario. Ella hace la magia, nosotros la secundamos.

Describir la preparación me parece innecesario. Son innumerables los tutoriales que presenta internet para quienes quieran incursionar en el rubro. De todos modos, yo sé que nadie puede construir casitas tan mágicas como la tía Chepita. Y claro, como nosotros, sus humildes colaboradores.



Cerca de las ocho logramos levantar tres casitas de jengibre, todas muy bonitas. Quedaron encachadas, dice la tía Chepita. Nosotros coincidimos. Luego alguien, no sé quién, puso villancicos y comenzamos a cantar. Canto y no pienso en lo ridículo que me puedo ver cantando villancicos navideños, eso, muy posiblemente, es parte de la magia del ritual de la época.

Admiramos las casitas, por última vez, antes de llevarlas donde mi abuelita para  comerlas.

Allá nos espera mi abuelita con la mesa puesta, lista para concluir la magia. Mira que quedaron encachadas, dice. En mi familia la palabra encachada es proporcional, en esta época del año, a la palabra magia.

Nos sentamos en la mesa mis primos, mi hermano, mi abuelita, yo y la tía Chepita. Los mismos de siempre cumpliendo con la tradición. Sin la tradición no hay magia, dice mi abuelita. Sin ésta tradición no hay magia, enfatiza la tía Chepita.



Mientras comemos las casitas de jengibre, que, por lo demás, siguen estando igual de ricas que cada año, pienso en cómo el sentido de la navidad ha mutado, para mí, con el paso del tiempo. La excesiva consciencia y los ojos demasiados abiertos me llevan a no disfrutar tanto de una época del año que antes era de mis favoritas. El dejo de nostalgia que cubre cada día de diciembre, sobre de todo de finales de diciembre, es innegable, pero el presente sigue siendo una transformación constante de los motivos. Y las casitas de jengibre, que se construyen con amor y dedicación, no son más que una analogía de las diferencias navideñas.     

Sin embargo, y muy a pesar de todo, hacer las casitas de jengibre en compañía de mis primos y mi tía Chepita, reunirnos un día a finales de diciembre, es un espacio lleno de amor y de infancia. Volvemos a ser niños por un momento y la sensación del tiempo detenido. El final, la comida, es la parte de la reflexión. Pero la idea de que la magia existe, al menos por un momento, termina siendo impagable.

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