Paseo por Petorca, donde el diablo perdió el poncho
Por: Juan Cristóbal Arredondo.
El abanico de posibilidades era reducido, o al
menos, eso parecía. Entonces, marqué un número al azar y, sin siquiera escuchar
la voz del otro lado del teléfono, lancé la invitación: ¿vamos a comer? Y la
voz desconocida respondió: sí, vamos. Lo que esa voz no se imaginaba era adónde
íbamos a ir. Tampoco yo esperaba encontrarme con quien me encontré. El resto es
pura comida; comida, olores y trekking.
Petorca es un pueblo de la región de Valparaíso,
ubicado a 220 kilómetros al norte de Santiago. Cuenta con una población de poco
más de nueve mil habitantes y es la comuna más extensa de la región. Son tres
los buses de recorrido directo que salen desde Santiago a ese pueblo,
aparentemente oculto entre cerros y árboles secos. El recorrido tarda casi tres
horas, y al llegar, en el pueblo no hay nadie. En la entrada se divisa un
cartel que dice: bienvenidos a Petorca,
el lugar donde el diablo perdió su poncho.
Es sábado y hace calor. En el centro no anda nadie,
y por los cerros que rodean al pueblo, da la sensación como si se transitara
dentro de un hoyo profundo. Suena mi teléfono y contesto. Es mi amigo, mi viejo
amigo de infancia que me dice que está listo para concretar mi invitación.
Quedamos de reunirnos en la esquina del hospital para luego ir, en bicicleta, a
la quebrada de Castro. Allá es el panorama.
Espero unos quince minutos en el lugar indicado,
padeciendo el calor que emana el sol a las tres de la tarde. Veo, a lo lejos,
venir a mi amigo junto con dos bicicletas, sostiene una en cada mano. Nos
saludamos, me entrega una de las bicicletas y nos ponemos en movimiento.
Los primeros minutos del trayecto trascurren en
calles pavimentadas. El calor logra apaciguar la velocidad de nuestros movimientos
y alrededor se ven numerosas casas pintadas de distintos colores. Luego de una
primera subida empinada, llegamos al inicio del sendero. Acá empieza lo bueno,
dice mi amigo, mientras nos internamos por una calle de tierra y las casas de
colores empiezan a desaparecer.
Las piedras en el camino hacen tiritas la bicicleta
y el cuerpo entero. Se nos adormecen las manos y decidimos detenernos. Estamos
en un cerro, en el sendero de un cerro, y la vista es increíble. Al frente se
alcanza a divisar una carretera y algunos autos que transitan con
intermitencia. Es el camino blanco, dice mi amigo, que a estas alturas ya
parece mi guía turístico. La vegetación, si bien es escaza, no deja de ser
diversa. Abajo se ve una parcela repleta de limones que embellecen el paisaje.
Al frente, más adelante del sendero, sólo se ven pequeños arbustos y algunos
cactus medios secos. Esos, los de abajo, dice mi amigo, son los que se roban el
agua.
El resto del trayecto no deja de ser interesante. El
cerro se ve imponente, casi sobre nosotros. Algunas casas de adobe, abandonadas
y descuidadas, aparecen debajo del camino. Luego, llegamos a una especie de
páramo abierto, y nos internamos allí. Un letrero indica que a cinco kilómetros
se encuentra la quebrada de Castro.
Avanzamos un par de metros con nuestras bicicletas y
luego el camino se vuelve angosto, por lo que tenemos que dejarlas allí,
tiradas. Nos calzamos unas zapatillas para caminar, tomamos agua y entramos.
El camino es un sube y baja constante. Nos
encaramamos sobre piedras gigantes, pasamos por un riachuelo cubierto de lama y
evitamos arbustos que, a pesar del cuidado que tenemos, nos dejan las piernas
llenas de rasguños. Después de casi cuarenta minutos caminando, se escucha, a
lo lejos, un torrente de agua cayendo sobre el suelo. Subiendo una especie de
monte podemos ver la quebrada de Castro, algo así como un salto del laja en
versión miniatura dentro de un pueblo que está en una sequía hídrica absoluta.
A un costado de la cascadita hay una especie de
cueva por la que atravesamos para llegar a la superficie. Allí nos sentamos a
comer.
Hacemos una fogata e improvisamos una parrilla.
Ponemos pan amasado y, una vez caliente, lo llenamos de mantequilla. Luego un
plátano y jugo. Comer al aire libre, escuchando el sonido del agua chocar sobre
más agua, sintiendo el olor del pan a las brazas, es una experiencia impagable.
Visitar Petorca, el trayecto en bicicleta y el
trekking para llegar a la quebrada de Castro fue un viaje impagable, la mejor
forma para salir del ruido y conectarnos con la naturaleza, respirar aire puro
y fomentar el deporte y la vida sana.
Ficha
Destino: Petorca.
Valor del pasaje: $4.000.
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