Ni molida ni con mayo, ningún truco sirvió


                                                                                                 Por Constanza González Lara



Siempre he sido mañosa para comer, algunas comidas simplemente no me gustan por el sabor, otras por el olor o por como lucen. Pero hay una que no me gusta simplemente porque, para mí, concentra todo lo señalado, transformándose en el plato que por años me ha hecho sufrir a la hora de almuerzo, la popular “carbonada”.

En esta historia no hay un trauma o un “antes y después” que me haga odiar el plato. Desde siempre la carbonada ha sido lo peor que me puede pasar a la hora de almorzar, sin embargo, siempre traté de amigarme con la receta y buscar trucos que la hicieran más amena.

Mi mamá ha sido siempre una mujer que le da importancia a la comida. Desde que tengo memoria, la hora de almuerzo es sagrada en mi casa, me atrevería a decir  incluso que es mucho más importante que el desayuno, entonces negarse resulta un verdadero pecado.

Cuando era más chica, hablo de 14 años atrás,  mis shows a la hora de comer eran notables. Mi mamá me tenía paciencia, tanta que ignoraba mis llantos y rabietas, soportando todo ese espectáculo hasta que terminara de comer todo lo que había en mi plato. Insisto, negarse de comer es pecado.

Recuerdo mis horas de almuerzo cuando iba en la básica, todos los martes mi mamá me esperaba con un plato de carbonada en la mesa, en esos tiempos  volvía a la hora de almuerzo para comer. Catalogué ese día como el peor de la semana, es más, deseaba que no sonara nunca el timbre de la hora de almuerzo, aunque estuviera muerta de hambre, porque realmente no quería llegar a la casa a almorzar.

Siempre he sido alguien muy transparente con mis emociones, entonces no es muy difícil reconocer si algo me gusta o no, porque yo lo hago saber muy pronto. Por eso, en el furgón escolar, que es el medio que mi mamá ocupaba para que volviera a casa, eran conocidas mis mañas. Debo admitir, sin ninguna vergüenza, que era la típica niña que no se callaba nunca.

Llegaba a mi casa y comenzaba el show. Todo partía con un “mamá tú no me quieres”, porque claro, en mi mente pensaba que si ella me quisiera no me haría sufrir comiendo algo que no me gusta. Mi mamá me pedía que por favor me sentara a la mesa, que el tiempo era poco antes de que tuviera que volver a clases, pero no había caso. Perdíamos como cinco minutos en discusiones, donde mis argumentos eran absurdos.

Cuando por fin me sentaba, le daba vueltas y vueltas a la comida con la cuchara, observando las verduras y poniendo caras de “que asco”. Mi mamá solo perdía un poco la paciencia al ver todo el show que hacia para comer una cucharada, entonces me amenazaba diciendo que si no me comía todo, no iba a salir a jugar el fin de semana  con mis amigas del pasaje o, en realidad, ocupaba una amenaza según el contexto del año en que estuviéramos, pero siempre era con temas relacionados a jugar con mis amigas.

Como salir a jugar a la calle para mí era sagrado, comenzaba a comer, pero lo hacía llorando. Mi mamá nunca ha sido la del “come una cucharadita más y no comas más”, así que  tenía que comerme prácticamente todo el plato.  En esos almuerzos no existía la conversación, porque era solo yo haciendo un monólogo de lo enojada que me sentía, de lo mucho que odiaba las arvejas, la carne, la zanahoria, el zapallo y el poroto verde. Sobre todo las arvejas, esas “pelotitas verdes”, como les decía en esos entonces, nunca me han gustado y siempre que las veo en algún plato provocan que yo no quiera comer.

Cuando terminaba de comer, me seguía sintiendo enojada, pero aliviada, esperando que la semana pasara más  lenta para no volver a comerla.

Fue así como con el pasar el tiempo, mi mamá fue entendiendo que realmente odiaba la carbonada. No dejó de hacerla, porque para ella es muy “nutritiva y saludable”, pero pensó en trucos, así que comenzó a molerla en la famosa “Picadora 1,2,3”. No podía ver nada de lo que estaba comiendo, porque era realmente papilla. Hasta el día de hoy agradezco el intento, pero tampoco así pude  soportarla, para mí ahora todo se había transformado en un colado de arvejas y zapallo y odiaba el sabor.

Ya en la media, en plena adolescencia, obligadamente, seguía comiendo carbonada. La diferencia es que ya no volvía a la casa a comer, para esos entonces comencé a almorzar en el colegio. Una vecina le llevaba el almuerzo a mi amiga y de paso a mí, entonces solo había que  calentar todo en el microondas.

Recuerdo que una vez en mi bolso de comida venía una mayonesa junto al pote de carbonada. Yo, como siempre, odié la comida, pero como volver con el pocillo lleno también era pecado y tenía tanta hambre, no se me ocurrió nada mejor que echarle la mayo.

Y así fue. Cada vez que tenía que comer carbonada le echaba mayonesa. Ahora lo pienso y me parece de lo más asqueroso, pero en esos entonces era realmente una salvación que apaciguaba la feroz hambre de una adolescente. Mis amigas repudiaban la mezcla y  yo igual un poco, pero insisto en que esa resultó ser la única forma de poder comerla. Con esto no quiero decir que pasé de odiarla a amarla, no, eso nunca pasó y nunca pasará.

Cuando iba recién en cuarto medio dejé de generar esa mezcla y, como era más grande, le pedía directamente a mi mamá que por favor cuando hiciera carbonada mejor me enviara plata para comprarme un pan. Muchas veces no lo hizo y terminé enojada almorzando con mis amigas en el patio del colegio, sin embargo, otras se compadeció de mí y cumplió con mis peticiones.

Todo cambió drásticamente cuando entré a la universidad. Ahí fue cuando definitivamente dejé de comerla, es más, llevo más de dos años sin comer un plato de carbonada, cada vez que mi mamá hace, prefiero comer otra cosa afuera.


Mi mamá siempre me dice que ella pensaba que  solo sería una maña pasajera, como pasó con las lentejas, la acelga o la coliflor, pero no. Nunca me ha gustado como sabe toda la mezcla de verduras con carne transformadas en sopa, tampoco me ha gustado su olor cuando me tenía que sentar en la mesa frente al plato, mucho menos goce me provocaba verla, es más, eso causó que me disgustara aún más.

Ninguno de los trucos sirvió. Nunca pude sentarme a comer con gusto una carbonada y siento que entre más me obligaban, mi odio crecía más y más.

Yo entiendo que la carbonada es saludable, que tiene hartas verduras y que realmente hace bien para el organismo, pero no existen en mí intenciones de darle  una oportunidad a este plato, ya sufrí lo suficiente durante mi niñez y adolescencia comiéndola por obligación.

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